La pandemia del coronavirus ha puesto en el debate público las inequidades raciales y la violencia racista propias del capitalismo racial. Al empezar la crisis sanitaria la mayoría de biólogos, médicos y epidemiólogos consideraron que había dos formas básicas para empezar a disminuir la rápida propagación del virus. Una era en apariencia sencilla: lavarse las manos con frecuencia. La otra, establecer estrictas medidas de distanciamiento físico para aplanar la creciente curva de contagios y fallecimientos, y tener tiempo para preparar los servicios de atención médica y sanitaria; es decir, para evitar el colapso de las redes hospitalarias. A pesar de que algunos gobiernos intentaron tomar otras medidas –o no tomar ninguna-, casi todos impusieron fuertes medidas de confinamiento. Cada vez que anunciaban las medidas a tomar, o comparecían ante los medios para informar el desarrollo de la pandemia, apelaban a la responsabilidad individual e insistían en un discurso que se volvió como un mantra: el virus no distingue frontera, nacionalidad, clase social, género o raza.
Si bien es cierto que un virus solo necesita cuerpos, cualquier cuerpo, para seguir reproduciéndose, hay cuerpos -como los de las personas mayores- que sufren con mayor rudeza sus efectos y hay cuerpos que están más expuestos al contagio. No hablo del personal sanitario y del cuidado, que es evidente, sino de cuerpos que viven en la precariedad absoluta, cuerpos para los que lavarse las manos es ya una travesía, cuerpos sin techo, cuerpos sin derechos. Cuando empezaron a salir las primeras estadísticas diferenciales sobre contagios y muertes por pertenencia étnico-racial, se evidenció que las personas negras e indígenas estaban –y están- siendo las más afectadas. En Estados Unidos la comunidad afroamericana, latinos y pueblos indígenas -particularmente los Navajo- han sido duramente golpeados no solo por la enfermedad sino por los estragos económicos y sociales que ha significado el confinamiento. Eso mismo ha pasado con las poblaciones racializadas de países como Inglaterra, Brasil, Perú, Ecuador, Bolivia y Colombia. En este último, la región del Pacífico, la costa caribe y la amazonía, habitadas mayoritariamente por personas no blancas, están en una situación realmente angustiante. La mayoría de estas regiones no tienen redes hospitalarias ni tampoco cuentan con servicios básicos de alcantarillado, energía o agua potable –incluso sus ríos están llenos de mercurio y glifosato-.
¿Pero por qué la insistencia, una y otra vez, en llamar a la responsabilidad individual y en recurrir a la obviedad de que el virus no hace distinción de cuerpos? ¿Por qué ante la evidencia de la desigualdad se apela a discursos frívolos de la igualdad? Aunque este discurso ha sido recurrente durante la pandemia, no es para nada novedoso. Está anclado a la idea del individuo que se vale por sí mismo –just do it-, profundizada en la ideología del capitalismo neoliberal; está anclada, también, a la noción de igualdad ante la ley, que se erige sobre profundas desigualdades estructurales e históricas; y se funda sobre la ficción de un mundo posracial o de fraternidad racial que no existe. En definitiva, un mundo organizado desde el capitalismo racial.
Antes de continuar, me permito una aclaración necesaria. Cuando uso el término raza no lo hago bajo el concepto biologicista y antropológico europeo que se construyó a lo largo del siglo XIX y principios del XX. Dicho concepto pretendía racionalizar y justificar, a través de una supuesta inferioridad genética de las personas negras, la trata trasatlántica de seres humanos que fueron esclavizados y explotados para la producción de la riqueza de las metrópolis. Al ser demostrado que todos los seres humanos compartimos un mismo reservorio genético y que descendemos de una misma antepasada común mitocondrial ese concepto, así formulado, es falso: somos una sola especie. Sin embargo, los discursos que se construyeron entorno a él siguen operando y reproduciéndose en el racismo actual. Aunque alguna Antropología contemporánea, particularmente en Europa, ha llamado a abandonar el término raza y remplazarlo por pueblo o etnia el pensamiento crítico y el feminismo negro, como también los movimientos sociales afrodiaspóricos, han considerado que para hablar de racismo y de los procesos de racialización es importante hablar de raza pues, por ejemplo, ¿cómo discutir las desigualdades raciales y por la línea de color, sin hablar de la raza y el color? De ahí que hablar de raza, en tanto construcción social y sistema clasificatorio que niega derechos y recursos a grupos humanos, resulta necesario. Desde ahí hablo yo.
Violencia racial
A lo largo de la cuarentena se han difundido imágenes de abuso y violencia policial contra personas negras alrededor del mundo. Una violencia policial exacerbada por los poderes otorgados para hacer cumplir a rajatabla el confinamiento. En España quedaron registradas varias agresiones físicas por parte de la policía hacia migrantes africanos en Andalucía y Cataluña, y otros casos como los insultos racistas y machistas que un par de policías propinaron a una mujer negra dominicana. Yo mismo tuve que ver cómo a personas blancas las dejaban circular sin mayores inconvenientes mientras a mí me exigían hasta el acta de bautismo y me amenazaban con detenerme si volvían a verme en la calle –yo soy migrante sin permiso de residencia-. En China también se vieron múltiples agresiones hacia migrantes africanos, ya no solo por parte de la policía sino también por la sociedad civil. Y así, puedo relatar un montón de imágenes de violencia de racismo anti-negro que circularon en todo el planeta. Sin embargo, hace pocos días apareció un video que se hizo viral y ha despertado la mayor movilización contra el racismo desde el asesinato de Martin Luther King Jr.: el estrangulamiento de George Floyd por parte de un policía blanco.
No quiero relatar de nuevo una imagen ampliamente difundida por todos los medios de comunicación. Las imágenes de los cuerpos negros maltratados, violentados, sacrificados han sido difundidas durante décadas, muchas veces haciendo de ellas un espectáculo de la violencia racial, un regodeo sobre la muerte. Pero sí quiero repetir una frase, la última que pudo decir George antes de morir: No puedo respirar. Esta frase se convirtió en una metáfora potente de la experiencia vivida de la gente negra. Mientras el mundo aguardaba en casa -los que tienen casa-, para evitar ser contagiados por un virus que produce una enfermedad que asfixia, las personas negras alzamos la voz para decir que ésa sensación es la que hemos vivido por más de 400 años. Las protestas traspasaron las fronteras de los Estados Unidos. Las personas negras del planeta nos tomamos las calles para mostrar que no hablábamos solo de George Floyd, hablábamos de millones de personas en el mundo. Que todas las vidas negras importan, en una muestra de solidaridad racial de la que habló el eminente intelectual negro W.E.B. Du Bois a principios del siglo XX.
En Colombia, poco tiempo después de que empezaran las movilizaciones del Black Lives Matter en Estados Unidos, conocimos la noticia del asesinato de Anderson Arboleda, un joven afrocolombiano. Cinco días antes del asesinato de George Floyd, en Puerto Tejada, Cauca, dos policías le fracturaron el cráneo a bolillazos al frente de su casa por supuestamente saltarse la cuarentena. Es decir, lo mataron por nada. O no por nada, lo mataron por ser negro. Conocer la noticia tan tarde, y solo por el contexto de la movilización mundial contra el racismo, puso en evidencia el silenciamiento sistemático del racismo en el país. Si el video del asesinato a George Floyd no se hubiera vuelto viral, seguramente la ejecución extrajudicial contra Anderson Arboleda hubiera pasado completamente desapercibida, como ha pasado con tantos y tantos muertos en Colombia. Pero más allá de saber que a nivel mediático hay una asimetría profunda entre lo que pasa en el Sur y lo que pasa en el Norte, para el caso colombiano habría que preguntarse ¿qué hay detrás de la ceguera frente al racismo? ¿Por qué no se ha considerado como violencia racial, por ejemplo, los asesinatos de líderes como Temístocles Machado en Buenaventura, Marino López de la cuenca del río Cacarica, María del Pilar Hurtado, nacida también en Puerto Tejada y asesinada en Córdoba, Genaro García, líder del Consejo Comunitario del Alto Mira y Frontera, y así un largo etcétera de nombres?
Suele haber una noción extendida que entiende el racismo –el racismo anti-negro en particular- solamente desde el prejuicio racial y las formas de representación de la gente negra. Así, el racismo queda reducido a la denuncia al blackface, al insulto, al chiste estúpido que se regocija en la ignorancia. Incluso cuando van un poco más allá, creen que el asesinato de un cuerpo negro es solo por un prejuicio racial, pero los prejuicios raciales, de los que podemos ser víctimas cualquier persona –blanca, amarilla, negra, marrón-, no ha convertido a todos los cuerpos en cuerpos asesinables. Es sobre los cuerpos negros que pesa esa condena. Por supuesto que los prejuicios raciales aúpan la violencia, pero un prejuicio racial sin poder no mata por sí solo, lo que mata es el racismo en su más amplio sentido: como dispositivo ideológico, como sistema de explotación, como fundador de exclusión y desigualdad histórica, como proceso de deshumanización de la gente negra, como sustrato del capitalismo.
Entender el racismo en su sentido más amplio permitiría dimensionar los crímenes contra los líderes que mencioné antes como crímenes racistas. El conflicto armado, que se ha agudizado desde los últimos veinticinco años sobre los territorios afrocolombianos, ha mostrado la cara más dura del racismo en tanto sistema: el expolio de tierras, el terror como mediador entre el Estado y las comunidades indígenas y negras, con sus casas de descuartizamiento y sus sucesivas masacres, el modelo económico desarrollista y extractivista que asume que quienes habitan esos territorios son un palo en la rueda del progreso. Sobre esos territorios se ha ejercido con inclemencia lo que filósofo camerunés Achille Mbembe llama la necropolítica: la política que administra la muerte.
Las y los líderes sociales que fueron asesinados -y los que hoy están siendo amenazados y amenazadas- se enfrentaron a ese sistema. Confrontaron ese racismo para defender el Derecho al Ser, como dice el Proceso de Comunidades Negras. El Derecho a Ser comunidad negra, una frase aún más potente que decir que las vidas negras importan.
La lucha antirracista y el peligro de la banalización
A raíz de las protestas del Black Lives Matter en los Estados Unidos la gran industria cultural y algunos medios de comunicación han emprendido ciertas acciones que, según ellos, contribuyen a la eliminación del racismo. Por ejemplo, la plataforma digital HBO decidió sacar de su catálogo la galardonada película Lo que el viento se llevó, por los estereotipos raciales y la representación racista de los personajes negros. Asimismo, la creadora de Friends, una de las series más vistas en la década del noventa, dijo estar arrepentida por la falta de diversidad racial de sus personajes y, que de hacerla hoy, incluiría personajes negros.
Este tipo de reflexiones y acciones, por más bienintencionadas que sean, no ayudan a combatir el racismo. Censurar los productos culturales, por más racistas o machistas que sean, no repara a las víctimas, sino termina por ocultar, guardar bajo el tapete, las formas en que la gente negra ha sido representada o excluida. Un producto cultural no es un problema en sí mismo, el problema está en la mirada crítica que se puede hacer de él, el contexto en el cual se puede consumir y las formas de apropiación y rechazo del mismo. Reducir la discusión del racismo a un problema de representación es banalizar el racismo.
En Colombia algunas personas han pedido que se cambie el nombre de la Universidad Sergio Arboleda, quien fue uno de los grandes esclavistas caucanos del siglo XIX. Pero valdría la pena preguntarse, ¿el nuevo nombre cambiaría en algo la situación de racismo en Colombia? O, peor aún, imagínense que en un ataque de sentimiento de culpa, las directivas de la universidad decidieran rebautizarla con el nombre de Anderson Arboleda, descendiente de personas esclavizadas por Sergio Arboleda, ¿no sería una ofensa mayor que el nombre de un joven víctima del racismo terminara representando un sistema educativo que excluye y perpetúa la desigualdad? ¿No sería mejor centrar esfuerzos para que los jóvenes negros puedan entrar a una universidad, transformarla desde adentro y salir de la espiral de muerte que son los barrios empobrecidos que no ofrecen ninguna posibilidad de futuro? En ese caso sí valdría la pena cambiar los nombres.
La lucha antirracista en Colombia, el grueso del movimiento social afrocolombiano, ha denunciado los prejuicios racistas y la falta de representación no solo en los productos culturales, sino también en la política. Pero eso ha sido una pequeña parte. La lucha histórica ha sido por la libertad, por la posibilidad de Ser y Estar en el mundo. No se han perdido tantas vidas por querer estar bien representados dentro de un sistema que excluye, explota y asesina. Ejercer el Derecho a Ser es cambiar el sistema.
Durante la pandemia hemos sentido que todos los seres humanos estamos interconectados y dependemos los unos de los otros. Eso lo ha tenido claro desde hace mucho tiempo los herederos de la filosofía del muntú: soy porque somos. Es decir, el punto de partida no es el Yo frente al Otro, sino la implicación mutua, el reconocerme en el Otro. La sociedad colombiana, la sociedad en general, tiene que entender que la lucha de las personas negras, la lucha contra el racismo, es en últimas la lucha por la humanidad.
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Julián Santiago Grueso Ramos
Nací en Bogotá, Colombia. Soy antropólogo de la Universidad Nacional de Colombia, Maestro en Antropología por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales, FLACSO-Ecuador, y doctorante en Ciencias Sociales de la Universitat de València, España. Soy afrodescendiente y he participado en varios procesos del movimiento social afrocolombiano. Desde la Antropología siempre he intentado abordar temas relacionados con la afrodescendencia, no como un tema más sino como una pulsión vital que interroga sobre lo que significa ser una persona negra en el mundo. Y cuando escribo, asumo lo que Frantz Fanon dijo en Piel negra máscaras blancas: “No he querido ser objetivo. Por lo demás, eso es falso: no me ha sido posible ser objetivo”.
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